Un día, estaba hasta la polla de todo mi cuerpo,
y me arranqué de cuajo el alma.
¡Ahí la tienes!, le dije a un duende,
¡dásela a otro con menos pena!.
Se me escapó por la rendija, y se llevó los restos de mi piel helada...
Cien batallas, y los huevos: negros de tanto humo,
cien estrellas, y con ellas: volándome la cordura,
la ruleta rusa en la que siempre perdí.
Y escuché los cuchicheos..., las viejas de mi bosque criticaban,
¡dale!, ¡dale!, por ahí va el cuerpo del loco,
pero luego: yo:¡ la brisa!...
Y se echaron las manos al bolso... ¡cuidado!,
Que sin cuerpo no puedo robaros...
¡Ni quiero!.
Y un día, el duende regresó...
¡oye tú, maldito loco!, toma tu piel, y tu alma,
que no las quiero -dijo el cabrón-,
Yo no dije nada, pero me respondió:
Me las probé un día, y ahí te las dejo,
Cuenta, cuenta..., eso sí me interesó...
Me puse tus ojos y le vi las fauces a los lobos:
A los malos, no a los que no dejan aullar;
Me puse tu boca, yese sabor tan bello a frutas prohibidas...
Desde entonces ya no me gusta na`
Me puse tus botas, las de irte a andar...,
me sacaron de la ciudad,
Y fui a charlar: con los robles, con las nubes, con los montes...
Lejos de toda mancha de humanidad.
Me puse tu corazón... ¡y no estaba roto!,
¡es que latía!; y latía y gritaba y se desgarraba: funcionaba;
pero nadie le oía y su llanto: ¡cuanto dolía!.
Ahí te quedas con tu alma, que yo no la quiero, me marcho.
El duende marchó, y eché al fuego el alma,
Y me vuelve a doler el pecho,
de vivir, por vivir;
de soñar, por soñar...
Y de repente morí,
condenado a escribirle canciones a no sé qué dios maldito,
en un infierno sin hogueras,
lleno de palabras mal-nombradas,
lleno de esclavos con dueños... sin sueños.
Lleno de amor mal-llamado pecado,
y matando a cada voz, que suene desde fuera de palacio.
Mi condena son mil años gritando,
a un mundo que nunca ha escuchado,
A un dios que debe andar borracho...
¡Perra condena!.
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